Parece mentira lo rápido que se pasa una semana. Cuando te quieres dar cuenta, ya se ha pasado, y así meses y años. Cuando eres pequeño, la percepción del tiempo, es completamente distinta, todo se alarga, y parece que las cosas que esperas, como vacaciones, navidades, cumples, no llegan nunca. Esta reflexión tan chorras, viene a cuento de mi entrada de hoy: Las vacaciones de verano de mi infancia.
Desde que recuerdo, hasta que me independicé (para casarme, vaya independencia), he pasado todos los veranos en un pueblo de la sierra madrileña. Mi abuelo tenía una casa casa enorme, rodeada de un jardín precioso, con una pinada y toda clase de árboles, abetos, chopos, acacias, castaños de indias, matas de fresón, frambuesas, guindas y mucha yedra que subía por todas partes. De esto soy consciente ahora, de mayor, porque entonces, sólo era un jardín donde jugar al escondite, a las casitas, a las tiendas, o cuando fui mayor, donde hacer guateques con mi pandilla.
La casa era preciosa, pero daba mucho miedo quedarte sola. Era un caserón de principios de 1900, con esa arquitectura tan típica victoriana que se puede ver por toda Europa. Desgraciadamente no conservo ninguna foto, y la casa fue demolida a mediados de los 70, para construir una urbanización de apartamentos.
La casa tenía 3 plantas. En la planta baja, estaba la cocina, con unos fogones enormes de carbón que se encendían por la mañana, y se dejaban en rescoldo hasta por la noche, una habitación lavadero, con unas pilas que parecían piscinas, un cuarto de baño completo con bañera de patas y unas duchas al lado, y un montón de habitaciones que siempre permanecían cerradas y oscuras, y en las que por nada del mundo yo hubiera entrado. Se comunicaba con la planta noble por unas escaleras de madera, que crujían como el suelo de toda la casa, y que desde luego yo tampoco hubiera bajado por la noche. En esa primera planta, estaban los dormitorios que ahora que los estoy contando, eran 7, un cuarto de baño para todos, que tenía bidet, pero no bañera, y el comedor unido por unas puertas grandísimas de cristales con el salón, donde entre otras cosas, había una enorme cabeza de ciervo disecada que había matado mi abuelo. El último piso, me encantaba, era precioso, aguardillado, con muchísima luz y ventanas redondas, perfecto para subir a leer tranquila. Tenía los muebles más antiguos de la casa, camas altas, mesitas de noche con su puertecita para el orinal de porcelana, y armarios que no tenían puertas sino cortinas. Este piso originariamente estaba destinado al servicio, y como dato curioso, tenía el mejor cuarto de baño de toda la casa.
La casa, carecía de todo confort, todo lo que hoy nos es absolutamente imprescindible: No tenía nevera, ni calefacción ni siquiera agua caliente, pero entonces nos arreglábamos. Se calentaban unas ollas con agua, y cada uno se lavaba como podía, y si eras valiente, y hacía mucho calor, te dabas una ducha helada. A los niños (la verdad es que no lo recuerdo muy bien), supongo que nos meterían a varios juntos en la bañera, y no todos los días desde luego. La verdad, es que todo esto eran cosas sin importancia entonces. En todos los chalets era igual, eran construcciones muy antiguas, donde se iba a pasar el verano, a disfrutar del jardín, hacer excursiones al monte, a jugar a las cartas y a cualquier cosa que se nos ocurriera, porque allí nos sentíamos libres. Podíamos desaparecer, que nadie nos echaba de menos siempre y cuando apareciéramos a las horas de las comidas.
Aquello era una locura. Nos juntábamos un montón de gente, mis abuelos, mi tío y mi tia con sus respectivos cónyuges, mis primos que eran un montón, nosotros que eramos otro montón, las tatas de cada familia, y algún que otro invitado que siempre caía alguien. Con todo este mezcladillo, no había ningún verano sin que en algún momento se liara alguna bronca entre mi madre y sus cuñadas, o con mi abuela, o entre las tatas y tenían que entrar a mediar las madres, porque amenazaban con despedirse y dejarlas colgadas con todo el trabajo, etc. No se si decir que era divertido o que era un horror, lo que si se, es que no nos aburríamos, y quien me lea y haya vivido esta época sabe de que estoy hablando.
Aquello era un matriarcado. Los hombres se quedaban trabajando (lo que antes se llamaba "quedarse de Rodriguez), y aparecían los sábados para volver a irse los domingos por la noche. A mi me gustaba mucho que llegara mi padre, porque bajábamos al pueblo a comprar chucherías, sobre todo pipas, y traía Fantas, y se hacían comidas especiales, y se celebraban cosas. Mi padre era muy simpático, muy guapo, y para desesperación de mi madre, también era muy faldero (esto lo supe más tarde).
La casa tenía cuatro puertas de entrada (o de salida, según se mire), lo cual era bastante útil si uno quería irse o entrar sin que nadie le viera. También se podía entrar o salir por las ventanas de los dormitorios dando un salto, pero esto no servía para entrar. Aunque había muchos dormitorios solíamos dormir apiñados en unas pocas, y con las puertas bien cerradas con cerrojos, porque por la noche a todos nos daba miedo estar solos. Las maderas crujían y parecían pasos, y como no había tele, una de las diversiones nocturnas (además de comer pipas), era contar historias de miedo, de fantasmas y aparecidos.
Eran muy habituales las tormentas de verano, con gran aparato eléctrico y unos truenos que retumbaban hasta los cimientos. En estos casos, siempre se iba la luz, y, mi abuela nos reunía a todos para rezar una cosa que se llamaba el "trisagio", que yo nunca he sabido que era, pero que al parecer debería de protegernos y hacer que la tormenta se alejara, y que decía algo así como "Santa Barbara bendita, en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita", que se repetía como un mantra.. Era impresionante. La luz de los relámpagos se filtraba como si fuera de día por entre las rendijas de las contraventanas de madera, de vez en cuando caía algún rayo en algún sitio cercano con gran estruendo, y todos gritábamos. El teléfono, que era de esos de centralita, con una operadora (cotilla perdida que escuchaba todas las conversaciones), también dejaba de funcionar, con lo que nos quedábamos aislados, porque la casa estaba en mitad del enorme jardín y no nos hubieran oído desde ninguna otra casa de los alrededores. ¡Que bien olía todo a tierra mojada al día siguiente!
Cuando me fui haciendo mayor, las cosas fueron cambiando. Mi madre se dedicaba a fiscalizar a mi padre y sólo venían los fines de semana, dejándome a mi el resto del tiempo al cargo de mis hermanos pequeños, incluidas comidas, porque ya no había tatas. Recuerdo que teniendo yo 13 años, una noche de esas de tormenta, nos encontrábamos en la casa únicamente mi tía (queridísima tita, donde te encuentres, por favor sigue cuidando de mi)) y yo, como personas mayores, y una recua de hermanos y primos pequeños. De repente mi tía se puso enferma con unos dolores tremendos. Había que ponerle un calmante, y sólo estaba yo. Me llamó y me dijo: "Sobrina, ha llegado el momento de que te estrenes, y con mi volumen no hay miedo que te equivoques. Tienes espacio de sobra" Me enseñó a preparar la inyección y como debía ponérsela y allá que fui yo. Fué emocionante, y efectivamente, me ha servido de mucho a lo largo de mi vida.
Como esta entrada se está alargando mucho, y aún quedan recuerdos de verano para dar y tomar, os emplazo para otro momento.
Hoy me despido. Mañana mas. Que seáis muy felices.
Aquello era un matriarcado. Los hombres se quedaban trabajando (lo que antes se llamaba "quedarse de Rodriguez), y aparecían los sábados para volver a irse los domingos por la noche. A mi me gustaba mucho que llegara mi padre, porque bajábamos al pueblo a comprar chucherías, sobre todo pipas, y traía Fantas, y se hacían comidas especiales, y se celebraban cosas. Mi padre era muy simpático, muy guapo, y para desesperación de mi madre, también era muy faldero (esto lo supe más tarde).
La casa tenía cuatro puertas de entrada (o de salida, según se mire), lo cual era bastante útil si uno quería irse o entrar sin que nadie le viera. También se podía entrar o salir por las ventanas de los dormitorios dando un salto, pero esto no servía para entrar. Aunque había muchos dormitorios solíamos dormir apiñados en unas pocas, y con las puertas bien cerradas con cerrojos, porque por la noche a todos nos daba miedo estar solos. Las maderas crujían y parecían pasos, y como no había tele, una de las diversiones nocturnas (además de comer pipas), era contar historias de miedo, de fantasmas y aparecidos.
Eran muy habituales las tormentas de verano, con gran aparato eléctrico y unos truenos que retumbaban hasta los cimientos. En estos casos, siempre se iba la luz, y, mi abuela nos reunía a todos para rezar una cosa que se llamaba el "trisagio", que yo nunca he sabido que era, pero que al parecer debería de protegernos y hacer que la tormenta se alejara, y que decía algo así como "Santa Barbara bendita, en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita", que se repetía como un mantra.. Era impresionante. La luz de los relámpagos se filtraba como si fuera de día por entre las rendijas de las contraventanas de madera, de vez en cuando caía algún rayo en algún sitio cercano con gran estruendo, y todos gritábamos. El teléfono, que era de esos de centralita, con una operadora (cotilla perdida que escuchaba todas las conversaciones), también dejaba de funcionar, con lo que nos quedábamos aislados, porque la casa estaba en mitad del enorme jardín y no nos hubieran oído desde ninguna otra casa de los alrededores. ¡Que bien olía todo a tierra mojada al día siguiente!
Cuando me fui haciendo mayor, las cosas fueron cambiando. Mi madre se dedicaba a fiscalizar a mi padre y sólo venían los fines de semana, dejándome a mi el resto del tiempo al cargo de mis hermanos pequeños, incluidas comidas, porque ya no había tatas. Recuerdo que teniendo yo 13 años, una noche de esas de tormenta, nos encontrábamos en la casa únicamente mi tía (queridísima tita, donde te encuentres, por favor sigue cuidando de mi)) y yo, como personas mayores, y una recua de hermanos y primos pequeños. De repente mi tía se puso enferma con unos dolores tremendos. Había que ponerle un calmante, y sólo estaba yo. Me llamó y me dijo: "Sobrina, ha llegado el momento de que te estrenes, y con mi volumen no hay miedo que te equivoques. Tienes espacio de sobra" Me enseñó a preparar la inyección y como debía ponérsela y allá que fui yo. Fué emocionante, y efectivamente, me ha servido de mucho a lo largo de mi vida.
Como esta entrada se está alargando mucho, y aún quedan recuerdos de verano para dar y tomar, os emplazo para otro momento.
Hoy me despido. Mañana mas. Que seáis muy felices.
Qué bien lo describiste... por un momento me imaginé allí... es cierto, el tiempo pasa muy rápido y sin darte cuenta, ya eres mayor :)
ResponderEliminarUn beso enorme! ♥
Gracias. Eso me anima a seguir. Besito
EliminarQue maravilla de veranos ¡¡¡¡ Que recuerdos tan bonitos.... te imagino en aquella casa enorme disfrutando de todo y de todos ¡¡¡
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