5 feb 2013

LOS DOMINGOS

Los domingos son días raros. Desde que era pequeña, los domingos han producido en mi una sensación de vértigo,  de vacío. Nunca los disfruto del todo, es como si fueran la antesala de algo horrible, como si fueran un tiempo de descuento, que nos dan para prepararnos para lo peor. Si estoy en una ciudad, los domingos me niego a salir. Las calles se llenan de gente diferente, rara, no es como los días de diario. Las mañanas aún las soporto, pero conforme va avanzando el día me lleno de inquietud, me entra ansiedad e incluso, algunas veces, tengo que tomarme una pastillita de esas que a ciertas edades te receta tu médico para aceptar que te vas haciendo mayor. ¡Que cosas! Luego,  llega el lunes y ya está. No pasa nada, y si pasa, se resuelve. 

¿A alguien le ocurre lo mismo, o soy una histérica? Yo creo que me viene todo de cuando iba al colegio, y como era muy mala estudiante, dejaba los deberes para el último momento, y al final ni los hacía. 

Los domingos cuando era pequeña, en casa de mi abuela, no los recuerdo especialmente malos. No se podía desayunar, porque había que guardar el ayuno para comulgar, pero después de misa, íbamos siempre a comprar pasteles a una pastelería de la calle serrano que se llamaba Garcés, que también tenía fiambres, vinos, y todo lo que hoy sería una tienda de delicatessen. Mi abuela tenía cuenta en esa tienda, y de vez en cuando llamaba para hacer un pedido que le subían a casa (antes eso era muy habitual, te lo subían todo, de la carnicería, de la pescadería, de la frutería), y una vez al mes, pagaba la cuenta. A mi eso me venía muy bien, porque si alguna vez pasaba por allí y me apetecía una chocolatina o caramelos, o una coca cola, entraba y les decía que lo apuntaran a la cuenta de mi abuela, que nunca se enteraba, o si se enteraba, nunca me dijo nada.



Para comer, casi siempre había alguien invitado, y a mi me gustaba estar en todas las salsas, pero sobre todo, lo que me gustaba era que no me obligaban a comer lo que no me apetecía como hacían en casa de mis padres. En el postre, si había alguien invitado, mi padre y mis tíos siempre le gastaban la misma broma: Cuando sacaban los pasteles, y el invitado iba a coger uno, todos a la vez y en voz baja pero que se oía, decían ....El peorrrrr. Y el invitado invariablemente retiraba la mano del pastel, y todos se reían mucho. A mi me parecía una broma de mal gusto, pero ya digo que es tradición familiar y que ahora, cuando alguna vez nos reunimos los hermanos (cada vez menos), solemos decirlo entre nosotros y por supuesto, nos reímos y nos sirve para recordar esos tiempos y a los que ya no están.

Por la tarde, me dejaban llamar a alguna amiguíta del colegio que viviera cerca, para que viniera a merendar conmigo y jugábamos a disfrazarnos con toda la ropa y sombreros antiguos que mi abuela guardaba en un armario, hasta que venían a recoger a mi amiga. Cuando se iba, era cuando yo me acordaba de que no había hecho los deberes, pero ya era  tarde y no había remedio. Otra semana con malas notas.

Cuando ya me volví a vivir con mis padres (mi madre, que no se llevaba bien con mi abuela, se empeñó en que volviera contra mi voluntad), los domingos eran bastante peores. Podías desayunar si querías, que nadie te decía nada, pero desde luego, lo de ir a misa, no te librabas. De pasteles para postre ni hablar, y la comida solía ser un desastre (los niños comíamos en la cocina), porque en casa de mi madre siempre se cocinó muy mal. Es más, parecía que si había algo que te gustaba, no te lo volvían a hacer. Yo de pequeña, odiaba la cebolla, y mi madre le ponía unos trozos enormes y resbaladizos de cebolla a todo. Recuerdo un día que hizo paella (un horror),  que llevaba cebolla (yo hago unas paellas estupendas, y no se me ocurriría poner cebolla), que ningún hermano quiso comerse, y que nos la dejaron fría para cenar y para desayunar, y que ya no me acuerdo como terminó esa tragedia.

Por la tarde, de traer amiguítas a casa, ni soñarlo. Eran tardes aburridísimas, viendo los programas infantiles de la tele (Rin Tin Tin), y aguantando a mis hermanos, que se peleaban y a mi madre, que nos gritaba por todo (la verdad, es que éramos un montón, y debía ser muy duro ser madre de tantas criaturas). Únicamente, y no siempre, a última hora de la tarde, mi padre nos metía a todos en el coche, y nos llevaba a un Viena Capellanes que estaba en Genova casi con Alonso Martinez (creo que sigue estando), o a Galatea en Principe de Vergara (antes General Mola), y nos compraba un perrito caliente a cada uno, y podíamos elegir si lo queríamos con mostaza, con ketchup  o con ambos. Algunas veces se cambiaba el perrito por una ensaimada en Mallorca, pero ya digo que esto era algo ocasional, y que lo normal era quedarse casa, o lo que era mil veces peor, que después de comer tus padres decidieran llevaros al campo a tomar el aire y a jugar. Eso si era terrible. Un mogollón de niños y dos padres metidos en un utilitario de la época, y la vuelta a casa con el consiguiente atasco en la carretera de la Coruña. De verdad para olvidar.



¿ Entendéis mi trauma de los domingos?

Cuando me hice más mayor, las cosas cambiaron, pero eso ya lo dejamos para otro día.

Hoy me despido. Mañana más. Que seáis muy felices.

2 comentarios:

  1. Vaya tela.... yo tambien tengo esa sensación "horrible" de los domingos....No es un histerismo tuyo y, si lo es, tambien es mio...jajaja

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